miércoles, 18 de abril de 2007

Disertaciones mentales y (muy) menores


Lluvia. ¿Volverá a llover? Y sí, claro que va a volver a llover. ¿Quién se puede preguntar seriamente algo así?¿En qué estado tan paralizado tendrán el cerebro algunos para hacer semejante pregunta?? Cierto es que la indiscriminada exposición a los medios (sobre todo TV, aunque en la radio se escucha a cada uno...) produce una imbecilización progresiva casi irreparable pero tampoco es todo culpa del otro.

Sería estupendo que así fuera. "La culpa de que no piense es de la tele". Ja! Bastaría con dar de baja a la "caja boba" (lejos está de serlo) para que se acabe el idiotismo en el mundo, de un día para el otro. Prodigioso. Pero que bajaría...sin dudas.

Ahora le toca a los que viajan en tren. Regla elemental de la física: nada puede ocupar dos veces el mismo espacio al mismo tiempo. Entonces...¿Por qué está lleno de infradotados/as que cuando se abren las puertas del tren (en cualquiera de sus ramales) no dejan bajar primero a los que salen para luego hacer su ingreso? Un cuestionamiento que todos se hicieron alguna vez en su vida. Claro, la pequeña venganza siempre puede quedar a mano. Un codo bien puesto o una linda pisadita "sin querer" pueden honrar la memoria de los buenos pasajeros que piensan en el otro.

Por otro lado, los ciclistas no quedan al margen de esta situación. El furgón, irremediablemente, en el 90% de los viajes está colmado de travellers que ocupan un espacio que no les está destinado a ellos. Lectores despatarrados, colegiales con ganas de bardo y demás especímenes pueblan la fauna de estos vagones grandes destinados, principalmente, a las bicicletas.

Pero, como la bicicleta en el tren manda, una verdad irefutable y aceptada tácitamente, siempre habrá un lugar dónde ubicarla porque nadie -nadie- gusta de un roce de la rueda con restos de barro en su pantalón. Y si encima se le agrega que a la salida se puede usar el manubrio como escudo-barredor da la pauta de que la redención del habitual usuario del tren queda en manos de los benditos ciclistas.

Bueno, por hoy, ya me descargué un poco...

lunes, 9 de abril de 2007

Frío


La despejada mañana de aquel sábado de otoño imponía la austeridad de su clima. El entendimiento, que muy de a poco recobraba su dominio, todavía permanecía entumecido por el sueño y el (según recordaba) mucho alcohol de aquella noche. El ritual de siempre para esos días marcaba que, a más tardar, la lucidez volvería, en principio, cerca del mediodía.

Con movimientos lentos y en silencio la botella de agua entregó su preciada carga hasta el final. La noche había sido larga (una vez más) y el itinerario, interminable. Un repentino flashback me recordó que el último lugar en el que habíamos estado era una peña con guitarras y todo o algo así. Daba lo mismo.

En el suelo todavía hibernaba Panta (en esa época no se llamaba así). Por complacencia o inercia había aceptado acompañarme al laburo esa tarde. Una jornada soleada al aire libre, con 20º grados y buen material femenino para admirar tampoco era algo para despreciar. Igualmente sólo desenrollaría sus frazadas (no había calefacción) cuando faltaran segundos para partir. El fiel Renault 6 descansaba afuera.

Por fin, tras revolver un rato en el placard encontré una camisa sin arrugas. En realidad no importaba mucho como se encontrara ya que encima irían dos o tres abrigos pero en ese estado la lógica se queda a un costado por un rato, a esperar el fin de los efectos secundarios. Contento con el hallazgo me deshice del buzo viejo de dormir y comencé con la mediación entre los botones y sus ojales. Mientras caminaba hacia la puerta, que tenía una gran ventana de vidrio blanco, cavilaba sin entender por qué ningún botón dice ni tiene marcado a cuál ojal corresponde. Muchos nos ahorraríamos paciencia y tiempo si un alma caritativa se tomara el trabajo de darles sólo una ubicación posible, en vez de que en forma aleatoria y por obra y gracia de la Providencia se enganchen con el que está más cerca.

En definitiva, estaba atrapado en las profundidades insondables de los sastres y las costureras. Como el sol prometía templar el monoambiente, abrí la ventana de la puerta de calle. Era cierto. Una agradable calidez le devolvió algo de sensibilidad a mis dedos. Además, el aire purificado desplazó al espeso vaho interno, algo que me despertó un poco más. Panta, ni enterado. Era un fiambre enrollado listo para colgar junto a las patas de jamón crudo de cualquier bar de gallegos.

De repente, como un sonido filtrado que parecía llegar del más allá, escuché venir desde abajo un "¿Hace frío?". "Un poco, pero zafa", respondí en forma condescendiente. Pero cuando mi contacto con el sol se hacía inminente y me mente ya disfrutaba por anticipado de la cálida sensación, ocurrió algo fuera de lo esperado.

Una seca voz, sin presentaciones, espetó desde la puerta :“¿Frío?. Yo sé lo que es el frío”. Mi sorpresa ante tamaña demostración fue mayúscula y mis ojos se deshicieron de los pesados párpados. La figura que, literalmente, estaba pegada al mosquitero que enmarcaba a la puerta-ventana fue, poco a poco, completando un cuadro familiar. En cambio Panta, luchando con la claridad para dar crédito a sus ojos, sólo se movió unos grados para divisar el panorama. La situación, sin dudas, le extrañaba pero la fresca que dominaba la escena era mucho menos atractiva que saciar su curiosidad.

La pestilente baranda a alcohol que despedía el individuo, amedrentaba. Eso sumado al tono que había utilizado y a su inesperada entrada daban un cuadro no demasiado amistoso y menos para esa hora del día. Pero cuando el momento parecía ponerse áspero, inconscientemente solté un “Tano!...¿Qué hacés acá?”. Mientras mi cabeza trataba de ordenar los hechos y darle algo de sentido, Panta miraba atónito aún sin poder moverse de su trampa de lana.

Me dejaron allá”, retomó el Tano. “Me dejaron allá”, volvió a recordar con la cara desencajada. Posiblemente era cierto. Al momento de emprender la retirada, antes de que el sol de la mañana nos encuentre a la intemperie, ocupamos los autos en los que nos movilizábamos y en el que íbamos Panta y yo no venía este individuo ahora encendido por la bronca.

Internamente la situación me divertía en extremo pero no debía demostrarlo para no dar pie a un escándalo del atormentado personaje. Rápidamente imaginé que el plantel que copó el otro vehículo también pensó como nosotros y por eso partimos raudos a recuperarnos de la ajetreada noche. La última imagen que tenía del Tano era cerca de un guitarrero entonando, como podía, un tema del Dúo Coplanacu.

Viaje al más allá

La incredulidad de Pantanetti fue más fuerte y se sumó a la escena aunque tampoco quiso agregar nada por lo terrible de la situación: habíamos abandonado –sin quererlo, es cierto- a uno de los nuestros en los confines de Palermo. Eso sí, reconocer el error, jamás. Por eso mismo, el retruque no tardó en llegar: “¿Cómo?¿No venías en el auto de Manolo vos?”

Cómo todavía no lo había dejado entrar me animé a tirarle esa pregunta. El mosquitero contuvo su arranque semi violento (se arrimó sin ganas pero igual sonó a amenaza). Sin responder a mi excusa-respuesta pasó a relatar la pequeña odisea que le consumió la madrugada y toda la mañana del sábado.

Su recorrido de mini turismo incluía una partida en el bondi 137 pensando que era el 60 (comprobamos que el alcohol te puede hacer ver cosas muy extrañas) al que se subió sin saber a dónde terminaba (San Miguel), una tal avenida Mitre y una cancha de paddle abandonada dónde fue despertado por los bomberos del lugar (fueron llamados porque había un “cadáver” en el techo del predio que buscaba cobijo bajo el sol naciente). Nuestros oídos no podían creer lo que escuchaban. Lo peor era que no podíamos reírnos a risotadas porque el clima era demasiado espeso como para permitírnoslo.

Para colmo dejó lo mejor para el remate. Al ser despabilado por personal de los Bomberos Voluntarios de Moreno cayó en la cuenta de que no tenía ni para un café de máquina. Los 40 kilómetros que lo separaban de la cama se convirtieron en el desamparo mismo sobre la Tierra. Finalmente, tras haber empleado algunas mañas (hizo tres combinaciones de colectivo) llegó hasta nuestra puerta antes de ir por el sueño reparador luego de una travesía de 7 horas.

Era la mejor historia que habíamos escuchado. Cuando la risa ya era casi imposible de contener y los codazos de complicidad iban y venían, el Tano optó, sin más, por enfilar hacia su casa. Una semana entera pasó sin que nos dirigiera la palabra. El daño estaba hecho pero el precio de la anécdota bien lo valía. Camino al laburo debimos parar tres veces porque las carcajadas no me dejaban manejar. Los Bomberos de Moreno...muy bueno.