domingo, 19 de agosto de 2007

La sobremesa


La inmensidad de la noche imponía su respeto. En silencio, el grupo ubicado alrededor del fuego se mantenía absorto en las llamas que lentamente desprendían cierta luz y calor. Nadie se movía. Todavía no lograban discernir si el arroz cocinado había sido bueno o el hambre era demasiado.

Al borde de un espigón rocoso, sus carpas tenían la mejor vista de la bahía y nadie se preocupaba más allá de lo necesario. Los días no tenían comienzo ni fin. Una estadía ideal para relajarse y reconectarse con la naturaleza y uno mismo.

En aquel momento, el Cabo Polonio era ajeno a toda la movida que le sucedería años después. Las pocas casitas que habían crecido en su escarpada pradera compartían escenario con otras tantas carpas que decoraban el paisaje y mezclaban gente de lugares aledaños y algún que otro turista. Todo en perezosa armonía.

El viento de la tarde siempre arrastraba algunas notas de guitarra dejadas escapar por alguien diestro en el instrumento. Mientras que las señales de la noche estaban marcadas por las estrellas y las noctilucas (organisnos microscopicos del mar que son fosforescentes). El reflejo de ambas (unas desde arriba y otras desde abajo) brindaban una escena única cada vez que el sol se ocultaba en el mar.

Los 20º grados de cada jornada nocturna provocaban una doble sensación: por un lado, el hecho de poder aprovecharla hasta el fin; y por el otro, dejarla que suceda y contemplarla sin intervenir. Así, el grupo compuesto por varios amigos aprovechaba su estadía en el incomparable lugar. Todos bien diferenciados pero a la vez unidos en el sentimiento común que los convocaba. El verano puede ser un lugar común en el que muchos se encuentran, por más que no sea por un lapso de tiempo. Algo así sucedía con este curioso contingente de argentinos.

Con el despertar marcado por el termómetro (cuando hacen más de 28º grados dentro de una carpa, el aire se torna irrespirable) y el fin del día (más bien la noche) determinado por diversas circunstancias, abarcaban cada jornada como si fuera la última compartiendo o no con los demás habitantes del accidente terrestre. Nadie descartaba que los ocasionales moradores (es decir, el resto de los que habitaban el Cabo) pudieran ser amistosos, locos, asesinos o simplemente inofensivos. Sólo que inconcientemente evitaban el contacto con los demás.

Esa noche, abusivamente estrellada, en torno al fogón donde se había cocinado un triste arroz (ni sal tenía), los argentinos trataban un popurrí de temas típicos de una reunión heterogénea. En eso estaban los muchachos cuando un merodeador con proyección de "loco de la vida" (lo que se dice un pancho) se acercó al grupo haciéndose el místico. "¿Hueee, como va? Gran nocheeee eeeehhh" (luego dedujeron que era fanático de las e), dijo mirando a todos sin mirar.

Como si se tratara de lo más natural del mundo y su interrupción fuera tomada como una solucitud de algo, uno de los integrantes le cortó el libreto y su posibilidad de relato. "Acá, haciendo la sobremesa", le respondió en el mismo tono. La respuesta perturbó al inquisidor. Seis flacos tirados en el pasto, alrededor de una fogata media apagada, una pila de platos y una olla negra con dudosos restos de arroz estaban lejos de aquel término tan cotidiano como descolocado. Tanto fue su desconcierto que no tuvo más que pegar media vuelta y volverse por dónde había llegado. Al mismo tiempo (la mini escena duró apenas cinco segundos) el silencio recuperaba su fuerza y la fugaz aparición quedaba olvidada en lo profundo de la noche.